martes, 8 de septiembre de 2015

CON EL AMOR NO BASTA




En nuestra sociedad, al hablar del concepto de amor, lo primero que se nos viene a la mente es el amor apasionado o enamoramiento, esa fase de enajenación mental transitoria, en la que la toma de decisiones importantes conviene no ejecutar, ya que a la persona amada la percibimos de forma idealizada, vertiendo en ella nuestros deseos, ilusiones y preferencias.
Ese tiempo de mutuo conocimiento en el que los momentos parecen mágicos, de cuento, varía a lo largo de toda relación sentimental en su forma y contenido, aunque en ocasiones deseamos permanecer enamorados toda una vida. ¿Es esto posible?

En términos de Sternberg (1949), psicólogo estadounidense, existen varias formas de amor: el amor fatuo (que se caracteriza por la unión de la pasión y el compromiso), el amor romántico (unión entre la pasión y la intimidad), el amor sociable (compromiso e intimidad), y el amor completo (pasión, intimidad y compromiso). ¿Es posible mantener el amor completo a lo largo de los años en algo tan complejo como una relación interpersonal?

Numerosas veces caemos en la trampa de pensar que ese enamoramiento se mantendrá intacto de por vida, que la persona que nos ama nos querrá tal y como somos siempre, y que no es necesario cuidar y mimar esa área al igual que cuidamos la salud o el trabajo.
Tras el establecimiento de la relación llegan periodos en los que los objetivos comunes marcados pueden hacerse cuesta arriba: hipoteca, trabajo, hijos, familia… ¿Cómo conseguir abordar de forma efectiva satisfacer la relación de pareja al mismo tiempo que las horas de trabajo ocupan casi por completo tu día a día o cuando en la crianza de los hijos surgen múltiples posturas opuestas? En esos momentos el binomio hasta ahora inquebrantable puede comenzar a peligrar.

Desde luego no existe una receta mágica para mantener el amor completo del que hablaba Sternberg en tu teoría triangular sobre el  amor,  pero los estudiosos de las relaciones de pareja indican componentes que sin duda ayudan en esa ardua tarea: ayuda mutua, respeto, cariño, comunicación, ocio compartido, complicidad, escucha activa, fomento de los mapas de amor, altruismo y sobre todo, dedicación.
Conseguir que el tiempo compartido sea placentero y agradable, relajante y gratificante, requiere esfuerzo: comunicar sentimientos y opiniones sin reproches al otro y en el momento oportuno, escuchar sin interrumpir, preguntar qué tal le ha ido al opuesto en su día, cuidar y proteger ante las dificultades, expresar en términos “yo me siento” y no “tú me haces sentir”… ¿quién dijo que las parejas bien avenidas que mantienen su amor durante años no trabajaron estos conceptos, aunque seguramente sin ponerles nombre?

Cada vez  en las consultas de psicología se trabaja más en el campo de las relaciones de pareja, cuando dos seres que se aman (o se amaron) se han convertido en dos completos desconocidos antes las exigentes competencias que la vida nos tiene preparadas, y no pueden continuar adelante, sin la ayuda de un tercero, experto en la materia. Lo primero es evaluar si esa pareja tiene probabilidades de resurgir, o por el contrario, la mejor solución es la separación.

Cuando el terapeuta determina que aún quedan opciones, llega la hora de trabajar. Aprender a conocer nuevamente a la persona que en la actualidad tenemos al lado, y que seguramente ya no es exactamente igual que la que conocimos hace 20 años, descubrir términos nunca escuchados, prestar atención a pequeñas cosas que antes considerábamos nimiedades,  tener en cuenta los deseos y sentimientos de ese otro que duerme a mi lado desprendiéndome de mi individualismo egoísta, y dedicarle tiempo, ese tiempo que a veces se nos escapa de las manos sin darnos cuenta y que puede determinar en gran medida nuestro futuro y bienestar.





Isabel Extremera,
Psicóloga Sanitaria.











lunes, 7 de septiembre de 2015

DE LA GRAVEDAD NO DEPENDE LA CUESTIÓN




En numerosas ocasiones escucho a alguien comentar aquello de que “si una persona tiene una patología mental grave, tiene que acudir al psiquiatra”.

Existe una concepción generalizada y errónea basada en la relación [gravedad de la psicopatología-profesional sanitario al que acudir].
Es decir, se piensa en gran medida que si la patología mental que presenta un individuo es grave o cronificada en el tiempo, (entendiendo la gravedad como la incapacidad funcional que presenta el paciente), la atención sanitaria debe llevarse a cabo por un médico psiquiatra, quedando el profesional de la psicología al margen del futuro tratamiento.

Quisiera profundizar en esta cuestión, de forma asequible para la mayoría de los lectores del presente artículo, ya que considero de vital importancia saber a quién nos dirigimos, y sobre todo, por qué acudimos a un profesional de la salud mental (psicólogo y/o psiquiatra), cuando demandamos ayuda.
Como comenté al principio, es erróneo pensar que si el trastorno mental que padece una persona es de una gravedad considerada, el único profesional que puede asistirle es el médico psiquiatra.

En primer lugar nos planeamos la siguiente cuestión: ¿quién ha determinado la gravedad de la psicopatología de la que estamos hablando?, ¿la familia, el médico generalista, o el especialista en salud mental?
El primer planteamiento que hemos de dejar concretado es que la evaluación de la psicopatología ha de realizarla un profesional de la salud mental, es decir, un psiquiatra y/o un psicólogo clínico (1) o sanitario (2).
Al igual que si sufrimos una disfunción cardiaca, acudimos al profesional experto en la materia, el cardiólogo, para solicitar una exploración, diagnóstico y tratamiento pertinente.
Una vez evaluada la patología y diagnosticada, es hora de decidir qué profesional de la salud mental llevará a cabo el tratamiento adecuado al caso.
Antes de comenzar a analizar las semejanzas y diferencias entre psicólogos y psiquiatras, y ver las competencias de cada uno, quisiera puntualizar la gran heterogeneidad existente cuando hablamos de  patologías mentales.
                                                                                        
Ninguna depresión es exactamente igual a otra, ningún trastorno bipolar es igual a otro, ningún TOC es igual a otro…, ya que existen múltiples factores personales, etiológicos, familiares, laborales, sociales, culturales, etc. que marcan grandes diferencias interindividuales, a pesar de estar hablando de una patología concurrente a varios individuos, si bien es cierto y lógico que, las clasificaciones diagnósticas suponen cumplir una serie de signos y síntomas específicos para cada trastorno mental.
Teniendo este tema claro, pasamos a ver algunas de las semejanzas-diferencias entre los psicólogos y psiquiatras, así como sus competencias (tabla 1).


PSICÓLOGO CLÍNICO/SANITARIO
MÉDICO PSIQUIATRA


SEMEJANZAS
- Profesional experto en salud mental.
- Trabaja para restablecer la funcionalidad del paciente.
- Siguen un determinado modelo teórico en el que encuadran su trabajo.
- Profesional experto en salud mental.
- Trabaja para restablecer la funcionalidad del paciente.
- Siguen un determinado modelo teórico en el que encuadran su trabajo.


DIFERENCIAS
- Explora todas  las áreas vitales del paciente, así como la historia de vida.
- El diagnóstico se lleva a cabo mediante el análisis funcional de la conducta, así como de pruebas de evaluación estandarizadas, con nivel de inferencia III y IV.
- Se centra en la presencia/ausencia de sintomatología.
- El diagnóstico se lleva a cabo desde el modelo biomédico, con nivel de inferencia I y II.



COMPETENCIAS
- Estudio del comportamiento humano a través de las conductas, las cogniciones y las emociones.
- Realiza terapia psicológica, exenta del empleo de farmacología (poseyendo formación psicofarmacológica).
- Terapias individuales y/o grupales, flexibles, adaptadas a las características del paciente.
- Estudio de las bases biológicas que conllevan al trastorno mental.
- Puede recetar fármacos.
- Adaptación del tratamiento en base a la actuación adecuada (o no) de la farmacología.
- Algunos emplean psicoterapia, para lo cual necesitan formación específica.

Tabla 1



El campo de la psicofarmacología, así como el de las terapias psicológicas es infinito, y no en este caso, el objetivo del presente.

Como vimos anteriormente, el tipo de tratamiento más adecuado para un individuo no va a depender del de trastorno mental per se, ni de la gravedad de éste, sino más bien de las características del individuo a nivel físico, mental, social, familiar, de competencias, etc., al igual que dentro de un mismo tipo de tratamiento (farmacológico o no, tampoco se emplearán los mismos fármacos ni la misma terapia, dependerá del individuo en cuestión).

¿Es posible llevar a cabo un tratamiento psiquiátrico y psicológico al mismo tiempo? Es posible, y en numerosos casos, inseparables el uno del otro.
En determinadas ocasiones el paciente necesita de manera indiscutible el tratamiento farmacológico, y a la par, y de forma inseparable, la terapia psicológica.
Un tratamiento multidisciplinar, llevado a cabo por médicos, psicólogos, trabajadores sociales y enfermeros, es imprescindible y desde luego, el tratamiento más eficaz y efectivo, según el caso que nos encontremos, ya que, como nos recuerda la OMS (Organización Mundial de la Salud), “la salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no simplemente la ausencia de patologías o afecciones”.
Y cada área/especialización de la salud mental deberá trabajar remando en la misma dirección, proporcionado los conocimientos de una y otra, para lograr el objetivo común: el beneficio del paciente, único e irrepetible.


(1)        Psicólogo Clínico: profesional de la psicología  mediante la vía PIR (Psicólogo Interno Residente).
(2)        Psicólogo Sanitario: profesional de la psicología  mediante el Máster Psicólogo General Sanitario.



Isabel Extremera,
Psicóloga Sanitaria.

miércoles, 19 de agosto de 2015

ME GUSTABA MÁS MI VIDA DE ANTES

- Mamá, me gustaba más mi vida de antes….

- ¡Claro hijo! Y a mí me gustaría poder estar de vacaciones todo el año….

Todo aquel que en primera instancia pudiera elegir entre conseguir beneficios gratuitamente o
estar en la obligación de realizar un esfuerzo para tal fin, se quedaría con la primera de las
opciones. Es algo habitual si contemplamos el hedonismo del ser humano.

Pero bien, ¿es eso lo que realmente queremos para nuestros hijos? ¿Verdaderamente
deseamos que sean personitas que puedan conseguir todo aquello que deseen sin realizar
ningún tipo de esfuerzo? O por el contrario, ¿deseamos prepararlos para afrontar una futura
vida en la que todo, material e incluso intangible, suponga algún tipo de coste (económico o
no)?

Ésta, amén de muchas otras, es la lucha continua de los padres y educadores.

En la obnubilación mental y proceso social de dejarse llevar por el consumismo en el que
inevitablemente vivimos, muchos progenitores caen el error de pensar “cuantas más cosas
tenga mi hijo, más feliz será” o, “si el amigo de mi hijo tiene la Play-Station 4, ¿por qué el mío
no?”

Y digo error, porque si analizamos aquello a lo que llamamos felicidad, podemos encontrar en
numerosas investigaciones una breve definición, no fácil, ya que es un término subjetivo, pero
del que se puede hablar como “aquello con lo que contamos para cubrir nuestras necesidades
básicas”. ¿Y qué son nuestras necesidades básicas? En términos de Maslow (1908-1970)
psicólogo humanista, son necesidades fisiológicas (alimento, sexo, sueño), necesidad de
seguridad (salud, moral, empleo), necesidad de afiliación (amistad, afecto), necesidad de
reconocimiento (confianza, respeto, éxito) y necesidad de autorrealización (creatividad, falta
de prejuicios, resolución de problemas).

Bien, no existe una correlación positiva entre la cantidad de bienes y la felicidad.

Partiendo de esta base, ¿por qué nos empeñamos en acumular dinero, ropa, coches, casas?
¿Nos hace eso más felices? Y sobre todo, ¿cómo estamos enseñando a nuestros pequeños a
conseguir aquello que desean en la vida? ¿De forma gratuita, o requiriendo un esfuerzo?

Cuando la comunicación verbal comienza en los niños, en torno a los 12 meses, comienzan las
demandas, las peticiones, es un proceso de desarrollo normal. La cuestión está en cómo
gestionan los padres esas demandas de sus hijos, ¿ofrecemos todo para que por fin se callen y
nos dejen descansar después de un duro día de trabajo? (algo que en términos de psicología
conductual llamamos la trampa del reforzamiento negativo), o por el contrario, ¿les
enseñamos que para conseguir aquello que desean se han de cumplir una serie de normas y
dosificamos los premios, aunque ello nos cueste tiempo y esfuerzo?

¿A qué nos referimos cuando hablamos de normas? A la adquisición de conductas y hábitos
funcionales en los niños, al desarrollo de su autonomía, a enseñarlos y ayudarles a crecer:
establecer rutinas de alimentación y sueño adecuadas, bañarse solos o casi solos, ordenar su
espacio, hacer los deberes, ayudar en las tareas del hogar….nada más lejos de lo que habrán
de hacer cuando sean adultos.

En la medida en la que enseñemos con esmero y paciencia a nuestros pequeños rutinas y
hábitos de vida saludables, y les mostremos el funcionamiento de la vida en la que se moverán
dentro de unos años, haciéndoles conscientes de que todo aquello que deseemos requiere
esfuerzo y sacrificio, tendremos unos niños más sanos mental y emocionalmente, con menor
intolerancia a la frustración, con mayor disciplina, responsabilidad y motivación intrínseca, y
por ende, más felices.

¿Y qué ocurre con los niños que están mal habituados o acostumbrados a tener una “vida fácil,
regalada”? El primer paso en todos estos casos, es el trabajo con los padres.

Bien es sabido que nadie nace sabiendo ser y actuar como padre, y que al igual que en el
colegio aprendemos matemáticas, en nuestro rol como padre/madre, hemos de aprender
algunos conocimientos para guiar ese proceso tan complejo que es la educación.

¡Afortunadamente es ser humano es maleable! Las conductas se aprenden y desaprenden,
pudiendo adquirir otras nuevas. Y al igual que con los pequeños podemos variar su estilo de
vida, mediante programas de técnicas de modificación conductual, siempre llevadas a cabo por
terapeutas especialistas en la cuestión, los adultos podemos desaprender el patrón educativo
que empleábamos hasta ahora con nuestros hijos para sustituirlo por otro más eficaz, efectivo
y eficiente.

¿Es fácil? ¿Es rápido? ¿No cuesta mucho esfuerzo? ¿No requiere mucho tiempo? La respuesta
es negativa, pero precisamente en ello consiste este artículo, en valorar si merece la pena ese
tiempo, ese esfuerzo, en la inversión que realizamos con nuestro hijos a la hora de educar.


Isabel Extremera,
Psicóloga Sanitaria.